El diecinueve de enero del año dos mil diecinueve murió atropellada mi hija Irene. Como cualquier otro día, Irene atravesaba a primera hora de la mañana un paso de peatones situado a cincuenta metros de su casa en el cruce de las calles Labastida y Avenida de Naciones Unidas, en Vitoria. Iba camino de su cercano instituto en el barrio de Zabalgana donde cursaba el tercer año de enseñanza secundaria obligatoria. En ese momento fue arrollada por un vehículo. No sobrevivió al terrible impacto. Solo tenía catorce años.
Si el luto es la expresión cultural del duelo, entonces las obras de arte que presento aquí son, en puridad, obras de arte de luto, pues pertenecen inequívocamente a mi expresión de duelo por la trágica muerte de Irene. Y porque aspiran a tener un carácter, en el mejor sentido de la palabra, estético.
El luto, que seguramente pudo ser, en tiempos, una práctica humanista, ha desaparecido de nuestra cultura. En la actualidad nadie hace luto por sus muertos. Se reprime la exteriorización del dolor ante la muerte. El duelo ha pasado a ser una cuestión de índole privada, un asunto doméstico. Algo que deben afrontar las familias en silencio y con discreción, sin demasiadas alharacas, sin signos externos. El sociólogo Geoffrey Gorer, en su estudio ‘La pornografía de la muerte’ (1955), argumentaba convincentemente sobre las consecuencias de esta invisibilidad o represión social de la muerte. Que la muerte emerge pero bajo la forma de representaciones banales y morbosas.
La muerte de mi hija fue una muerte violenta. Mi hija murió en la calle, víctima de eso que algunas asociaciones de víctimas denominan violencia vial o de tráfico. Conductores que circulan a velocidad excesiva. Estilos de conducción agresivos. Conducción bajo el efecto del alcohol u otras drogas. Pero también negligencia pública: calles y carreteras mal trazadas y peor iluminadas, omisión de pasos de peatones, badenes, semáforos y otras medidas de seguridad y de calmado de tráfico.
Me rebelo contra esa violencia de la que fue víctima mi hija y me veo, por tanto, en la necesidad de hacer de mi duelo algo público, de rescatar y renovar expresivamente algunos “arcaicos” rituales de duelo para darles un uso, en parte político. Exteriorizar mi dolor, exponer mi sufrimiento. Sacarlo de casa y llevarlo a la calle. Gritarlo, como suele decirse, a los cuatro vientos. Oponiendo a la deshumanización de la ciudad y de su tráfico, mi modesta batería de símbolos. Resistiéndome desesperadamente al olvido.
Resistencia al olvido (acceso al blog).
Relación de piezas: Resistencia al olvido / Ahanzteari uko egitea; Todos los días, aquí mismo / Egunero, hementxe bertan; Mi vacío negro / Nire huts beltza; Concentración / Kontzentrazioa; Bandera negra sobre ciudad blanca / Bandera beltza hiri zuriaren gainean; Dolu-ikurra / Señal de duelo; Estigma / Zauria; Lore ilunekin trafikoa baretzen / Calmando el tráfico con flores oscuras; Gero datorrena / Posteridad; Banal / Hutsala; Condensador de duelo / Dolu-kondentsadorea; Aquí hay un punto negro / Hemen puntu beltz bat dago; 13 Gutun beltz / 13 Cartas negras.